Comentario
En cualquier caso, la situación era muy distinta según los países. Hasta mediados del siglo XVII la primacía la tuvieron las ciudades italianas, que conservaban la hegemonía a la hora de ofrecer la más acabada formación científica en sus instituciones y en donde, desde el siglo XVI, una rica y emprendedora burguesía estaba interesada en los progresos de las ciencias. Más que en ningún otro lugar, las ciudades y las universidades italianas de vieja tradición autónoma como Padua, Pisa, Bolonia, Pavía y Florencia intentaban acaparar para sí los sabios de mayor renombre que hubiese en Occidente, atraídos, además, por príncipes y mecenas laicos y eclesiásticos. El italiano y el latín eran consideradas, de esta manera, las primeras lenguas científicas, de tal manera que los científicos franceses, alemanes, holandeses e ingleses las conocían y sus impresores las utilizaban en las ediciones de mayor difusión.
Fuera de Italia, las universidades que más cultivaron las ciencias fueron las holandesas Leiden y Utrecht. En España, la universidad de Salamanca, que durante el siglo XVI había estado a la cabeza de la enseñanza de la anatomía y de la astronomía de Copérnico, pareció perder el interés y se refugió en la tradición escolástica. En Francia, sólo la universidad de Montpellier aceptó la nueva ciencia, pues la Sorbona parisina seguía dominada por la teología y aferrada al escolasticismo, superada por el "Collége Royal", que acogió a Gassendi y a Roberval. Por el contrario, fueron mecenas particulares estimulados por la tradición italiana, como Peiresc, un consejero del Parlamento de Provenza, o como el cardenal Mazarino, apasionado bibliófilo, los que junto a las grandes ciudades de provincia favorecieron a los primeros grupos científicos franceses. También en Inglaterra se favoreció la ciencia desde instancias docentes oficiales, sobre todo en el "Gresham College" de Londres, que fue el núcleo que, hacia 1660, daría paso a la constitución de la "Royal Society".
La principal crítica que los científicos hacían a las universidades era que, incluso en las circunstancias más favorables, se limitaban a hacer sitio a la nueva filosofía dentro del marco de los viejos métodos y estructuras, y que tal adaptación no correspondía a los nuevos planteamientos científicos, que muy a menudo tenían que emprenderse fuera de los recintos universitarios. Tras la condena de Galileo en 1633, las medidas administrativas tomadas en los países católicos contra el copernicanismo se endurecieron y las ideas mecanicistas de Descartes fueron rechazadas por católicos y protestantes.
Así pues, con todo esto, no debe extrañar que la investigación tuviera que empezar al margen de los claustros universitarios y que cuando se organizó y reconoció lo fue en instituciones de nuevo cuño, como las sociedades científicas que se crearon durante el siglo XVII por todo el Occidente. La mayoría de ellas nacieron como la sanción oficial de los patrocinios privados que habían mantenido las investigaciones científicas al margen de las universidades y como agrupaciones de personas eruditas e interesadas en determinados temas. En Italia, bajo los auspicios del príncipe Federico Cesi, se constituyó en Roma, en 1603, la primera academia científica bajo el nombre de "Accademia dei Lincei", de la que formaría parte Galileo. Medio siglo más tarde, el gran duque de Toscana, Fernando II, quiso tener en Florencia su grupo de sabios, para lo cual fundó en 1657 la "Accademia del Cimento" en donde se encontrarán Sténon, Borelli, Redi, etc., entre 1657 y 1667. En Francia, Colbert creó en 1666 la "Académie des Sciences", aunque mucho antes, Marin Mersenne, religioso mínimo, preocupado por el aislamiento y la soledad de los científicos y dispuesto a establecer la costumbre de que los científicos trabajasen y discutiesen en común había fundado, en 1635, la "Academia parisiensis", que se proponía agrupar a sabios de todas las ciencias. En Inglaterra se levantó, en 1660, la "Royal Society" en el seno del "Gresham College". En Alemania, la división territorial, las condiciones sociales y económicas y la guerra de los Treinta Años retrasaron los progresos científicos y redujeron la eficacia de sus escuelas y universidades que eran numerosas y excelentes. La primera sociedad científica que se fundó en Alemania fue la "Academia de los Investigadores de la Naturaleza", la "Academia Naturae Curiosorum", en 1652. Se trataba de una sociedad de médicos, cuya única función era publicar las colaboraciones de sus socios en un volumen anual titulado "Miscellanea curiosa", que tuvo una buena reputación. Pero la creación de una sociedad científica nacional, semejante a las ya existentes en Francia e Inglaterra fue obra de un solo hombre, el filósofo, matemático y diplomático Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), que encontró en Federico I de Prusia el patrocinio económico y político para crear, en 1700, la Academia de las Ciencias de Berlín, una ciudad en la que aún no existía universidad.
El fin perseguido por las academias no era otro que la difusión de la ciencia y el fomento de los intercambios de puntos de vista entre científicos. Tales propósitos se lograron también con la valiosa aportación de las revistas que, nacidas al amparo de las academias, contribuyeron poderosamente a difundir por todo el Continente y a todos los eruditos e investigadores las nuevas ideas y los nuevos descubrimientos. Los servicios que prestaron fueron importantísimos por su elevado nivel científico. Desde 1665 aparecieron en Francia y en Inglaterra el "Journal des Savants" y el célebre "Philosophical Transactions", respectivamente. Más tardía (1682) fue, en cambio, la publicación del primer número de las "Acta eruditorum" editadas en Leipzig, que recogían reseñas de libros y artículos, aunque gozó de un prestigio enorme entre los científicos, pues, no en vano, Leibniz era uno de sus cofundadores.